Alcemos la voz: la política migratoria de Trump es cruel y debe ser detenida

EDITORIAL

La administración de Donald Trump ha pisado el acelerador en su campaña de represión contra los inmigrantes indocumentados, desplegando una ofensiva que combina nuevas órdenes ejecutivas, redadas masivas, uso de instalaciones militares y una narrativa agresiva contra las llamadas ciudades santuario.

En los primeros cien días de su nuevo mandato, Trump ha dejado claro que la migración indocumentada no solo es una prioridad de su gobierno, sino también un instrumento político para movilizar a sus bases más extremas, aquellas que ven en el extranjero un enemigo constante y en el migrante una amenaza.

El nuevo paquete de medidas incluye dos órdenes ejecutivas. La primera otorga más poder a las autoridades federales y locales para detener inmigrantes, sin importar su historial criminal.

La segunda busca exponer y presionar a las ciudades santuario publicando listas de las jurisdicciones que, según la administración, obstruyen la aplicación de las leyes migratorias federales. Estas acciones se suman a la intención del presidente de cortar fondos federales a dichas ciudades, una estrategia que ya ha sido frenada en parte por el poder judicial.

Pero más allá del discurso oficial, lo que estamos viendo es la consolidación de un estado de persecución migratoria, donde el miedo se ha convertido en una herramienta política y electoral.

Trump sabe que cada redada, cada deportación espectacular, cada conferencia en tono de guerra le reditúa puntos con un electorado alimentado por la desinformación y la retórica antiinmigrante.

La administración ha transformado a ICE y CBP en instrumentos de intimidación, ejecutando redadas no solo en lugares de trabajo, sino también en espacios públicos, esquinas de jornaleros, restaurantes y hasta locales de entretenimiento. La promesa de "triplicar de nuevo" estos operativos no es una simple declaración: es una amenaza latente para millones de personas que viven, trabajan y contribuyen diariamente a este país.

En ciudades como Los Ángeles, Nueva York o Denver, los operativos han causado estragos.

Jornaleros han sido arrestados mientras esperaban trabajo en estacionamientos de ferreterías. Agricultores en el Valle Central de California han visto sus cuadrillas desmanteladas en redadas al amanecer. En Florida, 800 personas fueron detenidas en una sola operación. El impacto humano es desgarrador: niños que esperan a padres que nunca llegan a recogerlos de la escuela, familias separadas, comunidades sumidas en el miedo y la desconfianza.

A esta estrategia se suma el uso de bases militares como centros de detención. Fort Bliss, en Texas, y la misma base naval de Guantánamo están siendo consideradas para albergar a migrantes detenidos. El uso de instalaciones destinadas históricamente a la guerra o la detención de presuntos terroristas para encerrar a familias migrantes, incluidos niños, representa un giro oscuro y preocupante en la política migratoria estadounidense. Además, se ha reportado el traslado de venezolanos a Guantánamo bajo la sospecha de vínculos criminales, sin proceso judicial previo, lo que ha generado fuertes críticas de organismos de derechos humanos.

Es un atropello a los principios básicos del debido proceso y una muestra de hasta dónde está dispuesta a llegar esta administración para imponer su visión autoritaria.

En el plano legal, Trump ha firmado otra orden ejecutiva para penalizar a las ciudades santuario, acusándolas de "insurrección ilegal" por no colaborar con ICE. Esta retórica incendiaria, más propia de regímenes autoritarios que de democracias consolidadas, busca criminalizar la autonomía local y presenta un falso dilema entre seguridad y derechos civiles.

Varios líderes locales han insistido en que las políticas de santuario no protegen criminales, sino que fortalecen la confianza entre comunidades migrantes y fuerzas policiales, permitiendo reportar delitos sin miedo a la deportación.

Otra de las medidas anunciadas es la realización de pruebas de ADN para confirmar la relación entre padres e hijos y evitar, según el gobierno, casos de suplantación. Si bien se presenta como una herramienta de protección infantil, esta medida abre una caja de Pandora sobre la privacidad, el consentimiento y el uso de datos genéticos por parte del Estado.

Además, normaliza la idea de que los inmigrantes son sospechosos por defecto y deben probar sus vínculos familiares bajo vigilancia estatal. ¿Hasta dónde estamos dispuestos a permitir que la sospecha se convierta en política de Estado?

El discurso de la administración también intenta maquillar estas acciones bajo un barniz de humanitarismo, alegando que las redadas ayudan a combatir la trata de personas y la explotación laboral. Sin embargo, la realidad es que la mayoría de los detenidos son trabajadores que simplemente buscan una vida mejor. Las condiciones precarias que enfrentan son consecuencia de un sistema laboral que se beneficia de su vulnerabilidad y que ahora los criminaliza.

La hipocresía es escandalosa: se criminaliza a quienes recogen nuestros alimentos, limpian nuestros hospitales y construyen nuestras casas, mientras se protege a quienes los explotan.

La reacción de organizaciones como la ACLU, United We Dream y otros grupos defensores de los derechos de los inmigrantes ha sido contundente. Denuncian estas políticas como una forma de terrorismo de Estado, un intento sistemático de deshumanizar a los inmigrantes y de utilizar el miedo como herramienta de control social. La narrativa de "seguridad" ha sido manipulada para justificar un aparato de persecución que ignora la complejidad de la migración y niega la dignidad básica de millones de personas.

En lugar de invertir recursos en este aparato represivo, Estados Unidos debería apostar por una reforma migratoria integral que reconozca las contribuciones de los inmigrantes, regularice su situación y fortalezca la unidad familiar. Lo que está en juego no es solo el destino de los migrantes, sino el alma misma del país y su compromiso con los valores democráticos y los derechos humanos.

La historia nos juzgará por estas decisiones. Y hoy, frente al ascenso de una política migratoria cada vez más cruel y deshumanizante, el silencio no es una opción. Hay que alzar la voz, denunciar los abusos, defender los derechos y, sobre todo, no permitir que la indiferencia se convierta en la norma.

Trump intensifica su ofensiva migratoria con nuevas órdenes ejecutivas y más redadas

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